John es un hombre feliz. Vive con su mujer, la bella Susanne, y sus dos hijos, la inteligente Lucy y el pequeño Tommy, en un pueblecito al este de Bristol llamado Lacock. Para ganarse la vida ejercía de pastelero; sus productos eran apreciados por todos sus vecinos, los cuales no solo amaban sus productos sino también a él. Le consideraban una persona trabajadora, generosa y de trato agradable. Nadie tenía problemas con él.
Comienza un viernes más en la plácida vida John. Se levanta de la cama y baja a la cocina donde ya le espera con el desayuno preparada su querida Susie. Desayunan juntos, comentando cuales son sus planes para el resto del día. Una vez terminado su plato, se sube al dormitorio, se viste con su atuendo de trabajo, da un beso a su esposa y se encamina hacia la pastelería. Se pasa horas preparando todo tipo de bollos y pasteles hasta que es hora de abrir la tienda. Media hora después de la apertura el pilluelo de siempre encargado de vender periódicos se instala en frente de su establecimiento. El muchacho empieza a proclamar noticias a viva voz, entre ellas la coronación de Eduardo VII como nuevo rey del Imperio Británico. Acaba la animada jornada laboral y regresa a casa a disfrutar de una agradable cena con su familia. Lucy le relata todas las cosas que ha aprendido hoy en la escuela, es una estudiante apasionada y brillante, y el pequeño Tommy le cuenta las aventuras que ha pasado hoy en el jardín jugando con una lagartija. La noche se cierne sobre el hogar y cada uno se vuelve a su correspondiente dormitorio a disfrutar de un sueño reparador. John sigue siendo un hombre tremendamente feliz.
Es sábado y John puede disfrutar de un día en casa. Ha acabado de leer el periódico cuando Susanne le pide un favor: necesita que su marido limpie el desván, ya no recuerda la última vez que hicieron una limpieza en esa parte de la casa y a ella le aterran las arañas. John accede encantado, no tenía claro en que iba a emplear su tiempo en este día libre y ahora ya tiene una tarea en la que involucrarse. Una vez preparado abre la trampilla y sube a la polvorienta buhardilla. Viejos muebles cubiertos con desgastadas sábanas y distintos tipos de cajas son los habitantes de esta polvorienta zona del hogar familiar. El pastelero comienza con la dura faena: pasa el plumero por distintos rincones, quita las telarañas, mueve el anticuado mobiliario, revisa el contenido de las cajas... Es un trabajo extenuante pero extrañamente reconfortante a la vez. John comienza a ordenar el fondo de la habitación cuando ve, entre dos viejas cajas, una foto. La coge, la sopla para alejar el polvo acumulado en su superficie y la mira. John se siente confuso.
La imagen muestra una versión más jovial de John y junto a él se halla una joven de azabache cabellera; detrás de ellos se ven viñedos. John no recuerda haber conocido nunca a esa mujer ni mucho menos haberse sacado una foto de esas características. Se queda helado durante unos segundos, tras los cuales reacciona leyendo el reverso de la foto: "Villers-Franqueux, Francia 1906". Francia... él nunca había estado en Francia. "¿Sucede algo padre?". John se sobresalta, no ha sentido la presencia de Tommy, el cual se encuentra mirándole con sus grandes ojos desde la trampilla. Algo en lo más profundo de la mente de John le insta a esconder la fotografía en uno de los bolsillos del pantalón. Se gira hacia su hijo y le responde que no, todo está bien. Tommy continúa observandole durante unos momentos que, por alguna razón, le parecen eternos. Finalmente, el niño le devuelve una sonrisa y vuelve a la cocina con su madre, posiblemente para intentar conseguir alguna galleta. Gotas de sudor le resbalan por la frente, no es capaz de comprender de dónde ha salido esa foto ni por qué se siente tan alterado y con la necesidad de ocultarla de su amada familia. Se toma unos segundos de calma: inspira, expira, inspira expira... todo está bien y él es feliz. O eso se dice a si mismo.
Pasan las horas. John está agotado pero a la vez se siente satisfecho con el trabajo realizado. El desván está resplandeciente, sin rastro de polvo ni de telarañas y con todo ordenado. Aún le quedan una cuantas horas de luz que puede aprovechar con su familia. El matrimonio y sus hijos se ponen ropa de paseo y salen al pueblo a pasar la tarde al aire libre. Regresan a casa. Susanne comienza a cocinar la cena mientras que los críos se van a sus cuartos. John mientras tanto retoma la lectura del libro que lleva leyendo por meses. Una hora después, la familia se reúne para cenar y una vez terminan se dirigen a sus habitaciones a dar por terminado el día. John está a punto de caer dormido cuando súbitamente recuerda la fotografía, en ese preciso instante todo rastro de sueño desaparece de su cuerpo.
La imagen de él acompañado de esa mujer... su cerebro no es capaz de entender cómo es posible que semejante fotografía pueda existir. La noche se convierte en un suplicio para John: en su mente continúa grabada a fuego el rostro de la mujer de oscuros cabellos, la inquietud le ha invadido, no es capaz de estarse quieto en la cama y de su cuerpo no para de fluir el sudor a raudales. “Cariño, ¿te encuentras mal?”, escucha decir a la dulce voz de su mujer que yace a su lado. John responde que simplemente está acalorado, se quita de encima el edredón y, girándose hacia su esposa, la cubre con un abrazo para intentar tranquilizarla. Cierra los ojos. Sigue insomne pero se niega a estropear la noche de sueño de Susie así que se limita a abrazarla con los ojos cerrados, esperando que el sueño le derrote. John finalmente cae dormido, pero sus sueños están poblados por viñedos y cierta mujer morena, todo ello envuelto en una sofocante sensación de desazón.
Amanece un nuevo día. La casa está impregnada por el suculento olor del desayuno que está preparando Susanne. Desayunan todos juntos como la familia ejemplar que son y ya con los platos y tazas vacíos suben a sus habitaciones a prepararse todos para ir a la iglesia, es domingo después de todo. John nunca se ausenta en estos eventos pero, tras la mala noche que ha pasado, se excusa alegando que no se encuentra bien y necesita reposo. Susie y los niños se marchan, no sin antes pasar uno por uno a darle un beso al cabeza de familia. John espera unos minutos prudenciales antes de volver a subir al desván. Alcanza las dos cajas entre las que halló la foto y empieza a registrarlas. Recortes de periódico, viejos libros de poesía, un par de mapas, un joyero y una cajita de madera conforman el contenido de esas cajas. Lo primero que investiga es el joyero: varios collares de joyería barata, pendientes de distintos tamaños y formas y anillos de distintas aleaciones. Uno de estos anillos era un sello de lo que parecía ser plata con las iniciales "C.D.". En el momento que ve esas dos letras empieza a sufrir un terrible dolor de cabeza, un dolor de una índole que nunca antes había vivido cuya única forma de describirlo era como si los dos hemisferios de su cerebro tratasen de separarse el uno del otro. Por suerte para John el dolor se reduce ligeramente tras unos segundos de pura agonía. Hace acopio de toda la voluntad que le queda y procede a abrir el pequeño estuche de madera. Dentro halla un conjunto de fotografías y poemas escritos a mano en retazos de papel, fragmentos de una vida de la que no tiene constancia haber vivido. En todas las fotos aparecen él o la joven de negra melena en distintos lugares, incluida su casa. Por otra parte, los poemas están obviamente escritos por un joven enamorado que se los dedica a su amada, Claire. John cae de rodillas, sujetándose la cabeza y con los ojos derramando un reguero de lágrimas. El dolor ha vuelto y acompañado con un tortuoso pitido de oídos. Está retorciéndose en agonía cuando su visión se ve empañada por un fogonazo de luz, acto seguido cae inconsciente al suelo. John empieza a recordar.
John no era feliz. Hace años lo era, ya no. Llevaba años casado con la chica de la que había estado locamente enamorado desde los doce años, la inteligente y dulce Claire Deschamps. Se pasó años de su vida escribiendo poemas dedicados a ella pero sin reunir el valor para mostrárselos. Con el paso de los años terminaron entablando una relación que con el paso del tiempo se fortalecería y se haría inquebrantable. Ya siendo ambos adultos, ambos se casan y compran una casa a la que poder llamar hogar. John trabaja duramente en la panadería y espera que cuando el dueño se retire poder adquirirla mientras que Claire se dedica a escribir columnas para un periódico regional. El esfuerzo del que hacen gala durante todo el año es recompensando en verano, estación en la que siempre que les es posible realizan un viaje a lo largo de Europa: Francia, Italia, España, Austria... También a la familia se ha incorporado un miembro más, un gato atigrado al que bautizan como Mr. Paws. Pasan los años y el matrimonio sigue viviendo lo que para ellos es la vida perfecta, sin embargo llega el día en el que todo da un angustioso vuelco.
Claire acaba de escribir la columna sobre la limpieza de las calles en la que estaba trabajando y se sienta en el sofá a disfrutar de un pequeño momento de relax, haciendo tiempo hasta que John llegue del trabajo. Mr. Paws se le acerca y se tumba en el regazo de su ama y como de costumbre Claire le corresponde acariciándole rítmicamente la espalda al felino. Mr. Paws llevaba unos días comportándose de manera extraña, se le notaba cansado y ya había vomitado un par de veces. Posiblemente solo fueran problemas estomacales debidos a algún ratón que hubiese cazado pero aún así amaba a su mascota y no podía dejar de sentirse preocupada por él. Un trueno retumba, el gato asustado por el repentino ruido araña la mano de su dueña y la muerde ligeramente. Claire grita con una mezcla de dolor y sorpresa mientras que el minino sale corriendo de la habitación. Pasan tres semana, transcurriendo la vida como de costumbre; John llega a casa tras una tranquila jornada de trabajo. Halla la casa sumida en el silencio, avanza hacia la cocina para saludar a su amada y en efecto allí la encuentra, tirada en el suelo con convulsiones. Sale corriendo en busca de un médico. Tres días después, en un hospital de Bristol, le dan las malas noticias: su mujer está infectada con la rabia y se ha enviado un informe a las autoridades solicitando la ejecución de Mr. Paws ya que parece ser el origen de dicha infección. En cuestión de días, John ha pasado de sentirse el hombre más afortunado del mundo a perder a todos los miembros de su familia y acabar sumido en la soledad.
Claire fallece tras seis días ingresada dejando a su marido con el alma hecha pedazos. John apenas es capaz de llevar a cabo los procesos administrativos para organizar el funeral. Ha perdido toda razón de existir. Destrozado, John regresa a su hogar e intenta dormir. Al día siguiente llegaría el féretro con los restos mortales de su mujer y podría, al fin, darle reposo en el cementerio local. Le esperaba un día duro.
A media mañana dan comienzo los ritos funerarios ante la asistencia de gran parte de los habitantes del pueblo. El matrimonio era muy querido y no querían dejar pasar al viudo este trance en soledad. La mañana transcurre como un banco de niebla en la mente de John, imágenes borrosas e inconexas de la iglesia y el camposanto. Cuando John recupera la sensación de realidad ya está solo en el cementerio junto a la tumba de su amada, excepto por un grupo compuesto por cinco personas, tres hombres y dos mujeres, vestidas a conjunto. Se le acercan. Los componentes del grupo se presentan uno a uno y le dicen pertenecer a la Iglesia del Santo Que Abraza, una rama de la Iglesia Católica que se ha instalado recientemente en el pueblo. El que parece ser el cabecilla le posa suavemente una mano en el hombro a John, acto que le produce una calidez y una calma reconfortantes, y comienza a explicarle que son una orden cuyo objetivo es el bienestar social de las personas, ya que se preocupan por la soledad o sentimiento de aislamiento que puedan sentir los miembros de las localidades donde se instalan y que si en algún momento necesita compañía o apoyo puede acudir al nuevo local que tienen en el pueblo. Acabada la charla le hace entrega de un papel con la dirección donde puede encontrarles y, tras despedirse afectuosamente de él, el grupo desaparece tras los portones del cementerio. John se queda un rato más, arrodillado junto a la lápida de su querida Claire con lágrimas recorriéndole el rostro. John se siente solo, John necesita compañía.
John pasa los siguientes tres días en casa, buceando entre los recuerdos de su idílica relación con Claire. Se halla en un estado que podría describirse como la combinación de un arrebato fanático y un estado comatoso. Pero esta actitud era demasiado extenuante como para prolongarse en el tiempo; al cuarto día John se descompone por completo y lo pasa entre llantos y lamentos. Llega el quinto día y el viudo sale de casa directo hacía el local de aquel grupo católico, necesita compañía pero sobre todo necesita salir del hogar que ha compartido tantos años con su amor ahora perdido. Llega al lugar designado, un antiguo granero que claramente ha sido reformado por este grupo que lo ha adquirido. En el exterior solo un simple cartel con el nombre de la iglesia y una imagen de un santo que John desconoce es el único indicador de que ha llegado al lugar correcto. Traspasa la puerta de entrada y ante él se encuentran múltiples filas de bancos y al frente de todo un altar, todo ello de madera y materiales baratos, ningún tipo de ostentación. La gran estancia se encontraba poblada por casi tres decenas de personas, todas ellas con ropas de tonos claros. Todos ellos se giran hacia el recién llegado y se le acercan. Uno a uno le dan la bienvenida cariñosamente y le abrazan. John vuelve a sentir algo dentro de él, vuelve a tener una familia.
Empieza el servicio matinal en la Iglesia del Santo Que Abraza. El acto lo dirigen tres figuras con túnicas de un blanco impoluto, con el rostro claramente empolvado con maquillaje blanco y con los labios pintados de un rojo brillante. Otra cosa sorprendente es que uno de estos tres cabecillas era mujer, John nunca había asistido a ninguna iglesia en la cual una mujer dirigiese ningún rito. Tras unas oraciones iniciales, los tres sacerdotes le dan la bienvenida a su comunidad. Le hacen salir ante el altar y presentarse al resto de asistentes, esta presentación consta de decir su nombre y los motivos que le han llevado a unirse a ellos. Una vez finalizada la presentación le dan un prolongado abrazo cada uno de los tres cabecillas. John vuelve a su asiento pero con una sensación de sincero afecto por parte de toda la gente allí presente. El resto de ritos se prolongan durante casi una hora, compuestos por oraciones, cánticos y muestras de afecto fraternal entre todos los miembros de la iglesia. Cuando John llega a su hogar lo único que desea es asistir a la siguiente reunión. Aún se siente vulnerable y miserable tras la pérdida de su mujer pero nota que lo vivido hoy ha comenzado a reparar algo que tiene roto en su interior.
John ya ha asistido a cuatro reuniones y tiene claro que seguirá acudiendo a todas y cada una de ellas. El afecto que emanan todos los allí presentes es el combustible que él necesita para poder continuar con su vida. Asiste a su quinta reunión, la mañana transcurre con la alegría habitual, sin embargo al acabar el servicio religioso los tres sacerdotes principales se le acercan. Entonces le transmiten la buena noticia: ha llegado la hora, si así lo desea, de realizar el rito mediante el que podrá considerarse un miembro de su comunidad en pleno derecho. John se muestra entusiasmado ante la idea y, por supuesto, acepta. Entonces le explican que necesitan que les diga que es lo que más atormenta ahora mismo en su vida. John no duda ni un segundo en contestar: la pérdida de su mujer, la soledad del luto, sentir que nada en la vida tiene valor para él si no puede compartirlo con ella... Los tres religiosos asienten lentamente con la cabeza mientras le explican que el rito consiste en que ellos deben de tratar de aligerar esa carga que le está aplastando. Acto seguido guían a John hacía el sótano del recinto. La habitación que se encuentra no era lo que se esperaba: una estancia bien iluminada de bella madera cubierta por mullidas alfombras rojas, varios sofás y un hermoso diván. Le indican que se recline en el diván mientras los tres pasan a una habitación al lado para recoger las herramientas para el rito. John se tumba en el mueble que le han indicado, es increíblemente cómodo y hay algo en él que le hace sentir cierta somnolencia. Unos minutos más tarde los sacerdotes regresan con un tarro cada uno. En un principio John no acertaba a distinguir el contenido del tarro, pero cuando lo tuvo cerca el asco le invadió el cuerpo. Una blanca mezcla entre una sanguijuela y una larva de termita se retuerce dentro de cada tarro. John hace amago de levantarse pero la sacerdotisa le trata de calmar. Le dice que esté tranquilo y le habla sobre las sanguijuelas y el uso que le dan los médicos en siglos pasados. La explicación de todo esto y el simbolismo que conlleva le calma un poco pero aún así no está convencido del todo. Sin embargo cada vez se siente más aletargado y somnoliento. Es entonces testigo de como cada sacerdote saca su correspondiente "larva" y se la adhieren en la frente. Las criaturas se adhieren a su carne y comienzan a succionar pero John es incapaz de hacer nada, no puede mover ni un músculo ni gritar. John se duerme.
John despierta, está en su desván. La cabeza parece que le va a estallar, ha recuperado sus recuerdos pero a cambio ha perdido la vida imaginaria que había estado viviendo hasta ahora. ¿Quienes eran en realidad su mujer y sus dos hijos? El terror le atenaza las entrañas y no es capaz de reunir el valor suficiente para salir del ático. Un rato después escucha a Susanne y los niños de regreso de la iglesia. Su "mujer" le saluda desde el salón. John la grita desde donde está que aún sigue ordenando la habitación y que luego bajaba a comer, ahora mismo está muy liado. La tensión se apodera de él, tiene la sensación de que hay cierta inquietud en la casa: los niños están continuamente rondando alrededor de la escalerilla por la que se sube al desván y se oyen murmullos de incredulidad y nerviosismo entre los individuos que se hacen pasar por familia suya. Finalmente Susanne llama a todos a comer y John se ha quedado sin excusas. Hace acopio de todo el valor y aplomo que puede y baja a la mesa. Y es ahora, por primera vez, cuando ve la verdadera naturaleza de las criaturas que dicen ser sus seres queridos: pieles blancas translúcidas, ojos diminutos y completamente negros, sus cuerpos supurando una babilla incolora y gelatinosa, un hedor horrible a podredumbre... no eran seres humanos los que estaban interfiriendo con su vida sino "larvas, los parásitos más monstruosos que jamás hubiese visto. Al instante los tres engendros se percatan de que la mente de John se ha liberado de los grilletes que le habían impuesto. Las tres criaturas saltan de sus sillas en dirección a John. En parte gracias al nerviosismo y al terror que siente John reacciona al instante y sale corriendo, por desgracia en vez de salir de casa sube al piso de arriba, no va a tener escapatoria posible. ¿Por desgracia? ¿sin escapatoria? John no lo ve así. John tiene claro que es lo que va a hacer, sabe que ha llegado el momento. Los monstruos tratan de agarrarle de los tobillos mientras sube las escaleras en dirección al dormitorio pero la fuerza de voluntad de John le hace ser más ágil y veloz que nunca. Llega a su habitación y cierra el pestillo. Las larvas golpean con violencia la puerta, en cualquier momento cederá. Pero a John no le importa. Se agacha debajo de la cama y estirando el brazo alcanza el objeto que andaba buscando. El sonido de los golpes retumba por toda la habitación pero esto no afecta a la resolución de John. Apunta el cañón de la vieja escopeta de su padre hacia su boca. John se dispone a reunirse con su amada y dulce Claire. John aprieta el gatillo. La habitación se impregna con los fluidos y trozos de cerebro de John. John tiene un agujero que le atraviesa el cráneo. John ha dejado de existir.
John no era feliz. Hace años lo era, ya no. Llevaba años casado con la chica de la que había estado locamente enamorado desde los doce años, la inteligente y dulce Claire Deschamps. Se pasó años de su vida escribiendo poemas dedicados a ella pero sin reunir el valor para mostrárselos. Con el paso de los años terminaron entablando una relación que con el paso del tiempo se fortalecería y se haría inquebrantable. Ya siendo ambos adultos, ambos se casan y compran una casa a la que poder llamar hogar. John trabaja duramente en la panadería y espera que cuando el dueño se retire poder adquirirla mientras que Claire se dedica a escribir columnas para un periódico regional. El esfuerzo del que hacen gala durante todo el año es recompensando en verano, estación en la que siempre que les es posible realizan un viaje a lo largo de Europa: Francia, Italia, España, Austria... También a la familia se ha incorporado un miembro más, un gato atigrado al que bautizan como Mr. Paws. Pasan los años y el matrimonio sigue viviendo lo que para ellos es la vida perfecta, sin embargo llega el día en el que todo da un angustioso vuelco.
Claire acaba de escribir la columna sobre la limpieza de las calles en la que estaba trabajando y se sienta en el sofá a disfrutar de un pequeño momento de relax, haciendo tiempo hasta que John llegue del trabajo. Mr. Paws se le acerca y se tumba en el regazo de su ama y como de costumbre Claire le corresponde acariciándole rítmicamente la espalda al felino. Mr. Paws llevaba unos días comportándose de manera extraña, se le notaba cansado y ya había vomitado un par de veces. Posiblemente solo fueran problemas estomacales debidos a algún ratón que hubiese cazado pero aún así amaba a su mascota y no podía dejar de sentirse preocupada por él. Un trueno retumba, el gato asustado por el repentino ruido araña la mano de su dueña y la muerde ligeramente. Claire grita con una mezcla de dolor y sorpresa mientras que el minino sale corriendo de la habitación. Pasan tres semana, transcurriendo la vida como de costumbre; John llega a casa tras una tranquila jornada de trabajo. Halla la casa sumida en el silencio, avanza hacia la cocina para saludar a su amada y en efecto allí la encuentra, tirada en el suelo con convulsiones. Sale corriendo en busca de un médico. Tres días después, en un hospital de Bristol, le dan las malas noticias: su mujer está infectada con la rabia y se ha enviado un informe a las autoridades solicitando la ejecución de Mr. Paws ya que parece ser el origen de dicha infección. En cuestión de días, John ha pasado de sentirse el hombre más afortunado del mundo a perder a todos los miembros de su familia y acabar sumido en la soledad.
Claire fallece tras seis días ingresada dejando a su marido con el alma hecha pedazos. John apenas es capaz de llevar a cabo los procesos administrativos para organizar el funeral. Ha perdido toda razón de existir. Destrozado, John regresa a su hogar e intenta dormir. Al día siguiente llegaría el féretro con los restos mortales de su mujer y podría, al fin, darle reposo en el cementerio local. Le esperaba un día duro.
A media mañana dan comienzo los ritos funerarios ante la asistencia de gran parte de los habitantes del pueblo. El matrimonio era muy querido y no querían dejar pasar al viudo este trance en soledad. La mañana transcurre como un banco de niebla en la mente de John, imágenes borrosas e inconexas de la iglesia y el camposanto. Cuando John recupera la sensación de realidad ya está solo en el cementerio junto a la tumba de su amada, excepto por un grupo compuesto por cinco personas, tres hombres y dos mujeres, vestidas a conjunto. Se le acercan. Los componentes del grupo se presentan uno a uno y le dicen pertenecer a la Iglesia del Santo Que Abraza, una rama de la Iglesia Católica que se ha instalado recientemente en el pueblo. El que parece ser el cabecilla le posa suavemente una mano en el hombro a John, acto que le produce una calidez y una calma reconfortantes, y comienza a explicarle que son una orden cuyo objetivo es el bienestar social de las personas, ya que se preocupan por la soledad o sentimiento de aislamiento que puedan sentir los miembros de las localidades donde se instalan y que si en algún momento necesita compañía o apoyo puede acudir al nuevo local que tienen en el pueblo. Acabada la charla le hace entrega de un papel con la dirección donde puede encontrarles y, tras despedirse afectuosamente de él, el grupo desaparece tras los portones del cementerio. John se queda un rato más, arrodillado junto a la lápida de su querida Claire con lágrimas recorriéndole el rostro. John se siente solo, John necesita compañía.
John pasa los siguientes tres días en casa, buceando entre los recuerdos de su idílica relación con Claire. Se halla en un estado que podría describirse como la combinación de un arrebato fanático y un estado comatoso. Pero esta actitud era demasiado extenuante como para prolongarse en el tiempo; al cuarto día John se descompone por completo y lo pasa entre llantos y lamentos. Llega el quinto día y el viudo sale de casa directo hacía el local de aquel grupo católico, necesita compañía pero sobre todo necesita salir del hogar que ha compartido tantos años con su amor ahora perdido. Llega al lugar designado, un antiguo granero que claramente ha sido reformado por este grupo que lo ha adquirido. En el exterior solo un simple cartel con el nombre de la iglesia y una imagen de un santo que John desconoce es el único indicador de que ha llegado al lugar correcto. Traspasa la puerta de entrada y ante él se encuentran múltiples filas de bancos y al frente de todo un altar, todo ello de madera y materiales baratos, ningún tipo de ostentación. La gran estancia se encontraba poblada por casi tres decenas de personas, todas ellas con ropas de tonos claros. Todos ellos se giran hacia el recién llegado y se le acercan. Uno a uno le dan la bienvenida cariñosamente y le abrazan. John vuelve a sentir algo dentro de él, vuelve a tener una familia.
Empieza el servicio matinal en la Iglesia del Santo Que Abraza. El acto lo dirigen tres figuras con túnicas de un blanco impoluto, con el rostro claramente empolvado con maquillaje blanco y con los labios pintados de un rojo brillante. Otra cosa sorprendente es que uno de estos tres cabecillas era mujer, John nunca había asistido a ninguna iglesia en la cual una mujer dirigiese ningún rito. Tras unas oraciones iniciales, los tres sacerdotes le dan la bienvenida a su comunidad. Le hacen salir ante el altar y presentarse al resto de asistentes, esta presentación consta de decir su nombre y los motivos que le han llevado a unirse a ellos. Una vez finalizada la presentación le dan un prolongado abrazo cada uno de los tres cabecillas. John vuelve a su asiento pero con una sensación de sincero afecto por parte de toda la gente allí presente. El resto de ritos se prolongan durante casi una hora, compuestos por oraciones, cánticos y muestras de afecto fraternal entre todos los miembros de la iglesia. Cuando John llega a su hogar lo único que desea es asistir a la siguiente reunión. Aún se siente vulnerable y miserable tras la pérdida de su mujer pero nota que lo vivido hoy ha comenzado a reparar algo que tiene roto en su interior.
John ya ha asistido a cuatro reuniones y tiene claro que seguirá acudiendo a todas y cada una de ellas. El afecto que emanan todos los allí presentes es el combustible que él necesita para poder continuar con su vida. Asiste a su quinta reunión, la mañana transcurre con la alegría habitual, sin embargo al acabar el servicio religioso los tres sacerdotes principales se le acercan. Entonces le transmiten la buena noticia: ha llegado la hora, si así lo desea, de realizar el rito mediante el que podrá considerarse un miembro de su comunidad en pleno derecho. John se muestra entusiasmado ante la idea y, por supuesto, acepta. Entonces le explican que necesitan que les diga que es lo que más atormenta ahora mismo en su vida. John no duda ni un segundo en contestar: la pérdida de su mujer, la soledad del luto, sentir que nada en la vida tiene valor para él si no puede compartirlo con ella... Los tres religiosos asienten lentamente con la cabeza mientras le explican que el rito consiste en que ellos deben de tratar de aligerar esa carga que le está aplastando. Acto seguido guían a John hacía el sótano del recinto. La habitación que se encuentra no era lo que se esperaba: una estancia bien iluminada de bella madera cubierta por mullidas alfombras rojas, varios sofás y un hermoso diván. Le indican que se recline en el diván mientras los tres pasan a una habitación al lado para recoger las herramientas para el rito. John se tumba en el mueble que le han indicado, es increíblemente cómodo y hay algo en él que le hace sentir cierta somnolencia. Unos minutos más tarde los sacerdotes regresan con un tarro cada uno. En un principio John no acertaba a distinguir el contenido del tarro, pero cuando lo tuvo cerca el asco le invadió el cuerpo. Una blanca mezcla entre una sanguijuela y una larva de termita se retuerce dentro de cada tarro. John hace amago de levantarse pero la sacerdotisa le trata de calmar. Le dice que esté tranquilo y le habla sobre las sanguijuelas y el uso que le dan los médicos en siglos pasados. La explicación de todo esto y el simbolismo que conlleva le calma un poco pero aún así no está convencido del todo. Sin embargo cada vez se siente más aletargado y somnoliento. Es entonces testigo de como cada sacerdote saca su correspondiente "larva" y se la adhieren en la frente. Las criaturas se adhieren a su carne y comienzan a succionar pero John es incapaz de hacer nada, no puede mover ni un músculo ni gritar. John se duerme.
John despierta, está en su desván. La cabeza parece que le va a estallar, ha recuperado sus recuerdos pero a cambio ha perdido la vida imaginaria que había estado viviendo hasta ahora. ¿Quienes eran en realidad su mujer y sus dos hijos? El terror le atenaza las entrañas y no es capaz de reunir el valor suficiente para salir del ático. Un rato después escucha a Susanne y los niños de regreso de la iglesia. Su "mujer" le saluda desde el salón. John la grita desde donde está que aún sigue ordenando la habitación y que luego bajaba a comer, ahora mismo está muy liado. La tensión se apodera de él, tiene la sensación de que hay cierta inquietud en la casa: los niños están continuamente rondando alrededor de la escalerilla por la que se sube al desván y se oyen murmullos de incredulidad y nerviosismo entre los individuos que se hacen pasar por familia suya. Finalmente Susanne llama a todos a comer y John se ha quedado sin excusas. Hace acopio de todo el valor y aplomo que puede y baja a la mesa. Y es ahora, por primera vez, cuando ve la verdadera naturaleza de las criaturas que dicen ser sus seres queridos: pieles blancas translúcidas, ojos diminutos y completamente negros, sus cuerpos supurando una babilla incolora y gelatinosa, un hedor horrible a podredumbre... no eran seres humanos los que estaban interfiriendo con su vida sino "larvas, los parásitos más monstruosos que jamás hubiese visto. Al instante los tres engendros se percatan de que la mente de John se ha liberado de los grilletes que le habían impuesto. Las tres criaturas saltan de sus sillas en dirección a John. En parte gracias al nerviosismo y al terror que siente John reacciona al instante y sale corriendo, por desgracia en vez de salir de casa sube al piso de arriba, no va a tener escapatoria posible. ¿Por desgracia? ¿sin escapatoria? John no lo ve así. John tiene claro que es lo que va a hacer, sabe que ha llegado el momento. Los monstruos tratan de agarrarle de los tobillos mientras sube las escaleras en dirección al dormitorio pero la fuerza de voluntad de John le hace ser más ágil y veloz que nunca. Llega a su habitación y cierra el pestillo. Las larvas golpean con violencia la puerta, en cualquier momento cederá. Pero a John no le importa. Se agacha debajo de la cama y estirando el brazo alcanza el objeto que andaba buscando. El sonido de los golpes retumba por toda la habitación pero esto no afecta a la resolución de John. Apunta el cañón de la vieja escopeta de su padre hacia su boca. John se dispone a reunirse con su amada y dulce Claire. John aprieta el gatillo. La habitación se impregna con los fluidos y trozos de cerebro de John. John tiene un agujero que le atraviesa el cráneo. John ha dejado de existir.
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