9.17.2017

El que observa

Querida Amanda;

Espero que no llegues a leer esta carta porque eso significaría que he superado una noche más sin sucumbir ante las pesadillas. Ante todo quiero que sepas que te amo y que, pase lo que pase, así seguirá siendo siempre. No quiero que te sientas culpable por el destino que me ha aguardado; tu padre estaba enfermo y como buena hija que eres debías acudir en su compañía. Además, nadie podría haberse imaginado que estos hechos que he vivido podrían ser siquiera una realidad...


Todo comenzó el lunes, 13 de Octubre de 1902, un día después de tu partida hacía tierras galesas. Pasé una mañana agradable en la oficina como de costumbre: rellenando formularios, charlando con los compañeros, escuchando quejas de los clientes sobre como la burocracia llevará a la ruina a nuestra amada Albión... un día de lo más normal. Una vez acabé mi jornada y ante la perspectiva de pasar una agradable tarde otoñal solo en casa sin tu presencia, me dispuse a dar un paseo por St. James's Park. Mientras me entretenía dando pan a los patos del lago, vislumbré un objeto metálico que brillaba bajo el agua, al lado de la orilla. Como ya sabes, soy un esclavo de mi curiosidad, así que con mucho cuidado de no resbalarme, me agaché y sumergí mi mano en las aguas para agarrar dicho objeto. Resultó ser una especie de medallón del tamaño de la palma de mi mano que carecía de cadena. Tenía una forma circular irregular con un tono mezcla de dorado y cobrizo, pero lo más destacable era el símbolo que tenía grabado en el centro: un ojo que parecía emitir fuego a su alrededor, con un rombo por pupila y rodeado de multitud de extrañas formas geométricas que no se parecían a nada que yo conociese. Había una enigmática belleza en este artilugio y quizás tuviese algún tipo de valor, así que me lo guardé y con las mismas me volví de regreso a casa.

Fue esa noche cuando la primera pesadilla hizo acto de presencia. Tras ingerir una frugal cena, subí a la primera planta, apagué las luces y me acomodé en la cama, dispuesto a disfrutar de una reparadora sesión de sueño. Entonces, soñé. Una absoluta negrura me envolvía mientras yacía recostado en el inexistente suelo, en un estado de absoluta calma. De repente el sonido de susurros empezó a rodearme; no los oía con claridad pero tenía la certeza de que estaban hablando sobre mí. En un principio actúo como si nada hubiese cambiado pero una terrible sensación de incertidumbre y pánico se empieza a adueñar de mí. No era capaz de ver a los autores de esos malévolos cuchicheos, lo cual me inquietaba incluso más, llegando al punto de que pierdo mi temple y me levanté. Empecé a gritarles, preguntándoles quienes eran y que querían de mí. La única respuesta que obtuve fue una mayor cantidad de murmullos, cada vez resonando con más fuerza llegando al punto de tener que taparme los oídos, y  a pesar de todo esto seguía sin poder discernir que decían. Mi corazón palpitaba cada vez con más fuerza hasta que súbitamente desperté en mi cama, impregnado en sudor y tremendamente agotado. Mi cuerpo temblaba ligeramente y mi mente estaba entumecida. El despertador estaba sonando, posiblemente esta era la razón por la que me había despertado. Apagué el despertador y tras tomarme unos minutos para serenarme. Ya calmado, comencé con la rutina de cada día.

No te entretendré con los detalles de la jornada laboral de ese día, se puede resumir en que yo estaba agotado y nada interesante sucedió. En cuanto terminé mi labor en la oficina volví a nuestro hogar; necesitaba descansar y quizás intentar dormir, aunque pensar en esto último me incomodaba tras los eventos de la noche anterior. Traspasé el umbral de casa y subí directamente a nuestro dormitorio. Mientras me desvestía vi el artefacto que había encontrado el día anterior en el lago. Había olvidado que lo dejé sobre tu mesilla de noche para que cuando llegases no se me olvidase mostrártelo, ya qué como hija de un joyero que eres quizás pudieses valorar esta pieza de metalurgia. Una vez acomodado con prendas más hogareñas, cogí el extraño medallón y mi pipa y me instalé en la sala de estar. Estuve observando durante unos minutos los grabados en el metal de ese objeto, tratando de descifrar su significado. Tras darme por vencido, cargué mi pipa con tabaco y la prendí mientras retomaba la lectura del libro de poesía escrito por Lord Byron que me regalaste el mes pasado. Durante estos momentos de placidez y distensión se empezó a adueñar de mi la fatiga por la falta de sueño. Mis párpados cedieron ante la llamada de Morfeo y caí dormido en mi sillón.

No recuerdo haber vivido ningún sueño en ese momento; lo que sí recuerdo es lo que vi cuando desperté: era de noche y la habitación se hallaba iluminada como si un rayo hubiese cruzado los cielos, y en frente mío un gran y extraño ojo del tamaño de la pared me observaba; mientras tanto, a mi alrededor, mil ininteligibles murmullos retumbaban entre los muros de la sala. Esta visión duró un segundo pero la fuerza con la que esta imagen y sonidos me golpeó hizo retumbar cada célula de mi cuerpo. Me levanté de un salto del sofá y me encaré hacía la puerta que daba al pasillo cuando entonces noté que algo extraño sucedía a mis espaldas. Giré sobre mi mismo y vi como sobre la mesa auxiliar que tengo al lado de mi sillón de lectura temblaba y el origen de ese temblor no era otro que el extraño medallón que hallé en el parque. El pecho me oprimía al respirar y había entrado en una espiral de pánico irrefrenable. Incapaz de pensar agarre el disco metálico y, abriendo la ventana, lo arrojé con todas mis fuerzas los más lejos posible de mí. Los recuerdos del resto de ese día son borrosos, lo único que recuerdo es que no volví a dormir.

El miércoles fue un día lluvioso, oscuro y cubierto por la típica niebla londinense. Tras pasar la mañana en la oficina y sin acontecer ningún suceso extraño desde la fatídica tarde del día anterior, me sentía mucho mejor. Había recuperado la compostura y era capaz de pensar con claridad. De camino a casa me puse a reflexionar sobre lo que pasó ayer: seguramente estaba aún soñando despierto y me puse a actuar de forma desmedida debido al cansancio por no haber descansado bien la noche anterior. Mientras seguía este hilo de pensamientos y me reía de mi mismo, llegué a casa y recogí un paquetito que había en la puerta. Al igual que el día previo, cambié mis ropajes y me acomodé en mi sillón de lectura con mi pipa humeando en mi boca. Fue una tarde plácida y reparadora tras las emociones por las que había pasado los días anteriores. Quizás lo único que me pasaba era que estaba enfermando o la soledad que sentía por estar sin ti me estaba afectando. Ojalá esos pensamientos hubiesen sido la respuesta a estos macabros sucesos, pero no lo eran. Empezó a anochecer, así que abandoné la comodidad de la sala de estar para prepararme un cena con la que llenar el estómago. Fue cuando, mientras pelaba una patata, recordé que habíamos recibido un paquete. Deposité la patata y el cuchillo y me dirigí al salón. Sobre la mesita del té yacía el paquete, aunque noté algo extraño en comparación con el resto de la casa: la temperatura en el interior de la habitación era de unos cinco grados inferior al resto del edificio y el ambiente de la sala parecía haber sido invadido ligeramente por la niebla que cubría Londres en esos instantes. Extrañado pero sin darle mayor importancia al asunto comencé a abrir el pequeño paquete. Lo primero que me llamó la atención era que carecía de remitente ni de dirección a la que ser entregado. Una vez abierto lo incliné y de el surgió el medallón mezcla de oro y cobre junto con una nota: "EL QUE OBSERVA TE HA ELEGIDO. CUMPLE TU FUNCIÓN Y ALIMÉNTALO.".

Mi mente no supo como reaccionar; toda la serenidad que me había acompañado este día se había esfumado en un parpadeo y un escalofrío recorrió mi espina cervical. Comencé a sentirme mareado mientras sentía como el ambiente se hacía cada vez más pesado y denso. Agarré con fuerza el medallón y salí corriendo, sin cambiarme de atuendo, en dirección al lago de St. James para devolver esa reliquia maldita al lugar donde la encontré. La gente me miraba como si fuese un loco pero yo no les prestaba atención ya que tenía un objetivo claro en mi mente. Llegué al parque  y por segunda vez en dos días arrojé el dichoso trozo de metal lejos de mí, en dirección al centro de la laguna. Ya de vuelta en casa quemé esa nota de mal gusto en la chimenea y me dispuse a echarme a dormir, esta vez sin miedo. Mi único deseo era cerrar los ojos y dejar que mi cerebro estuviese dándole vueltas a la situación en la que me hallaba. Tomé una mala decisión; debería haberme mantenido alejado de ese mundo onírico en el que nos sumimos cada vez que dormimos.

Yacía en mitad de la penumbra de nuevo, los siniestros susurros en aquel críptico lenguaje volvían a rodearme y frente a mí se alzaba colosal el Ojo. Por primera vez me detuve a examinarlo en detalle: claramente era el mismo ojo que estaba grabado en el medallón, alrededor de si mismo emitía no fuego sino una especie de tentáculos de energía oscura que se bamboleaban constantemente, su iris era una mezcla de tonos verdes, rojos y púrpuras y su pupila... oh Dios... su pupila tenía la forma de un rombo pero eso no era lo más impactante; aquello no era una pupila, era un abismo en el cual estaba contenido el más profundo y terrible de los infinitos. Mis ojos no se podían apartar de ese pozo de los horrores; mientras tanto varios de los tentáculos de materia oscura que poseía se acercaron reptando a mis extremidades, me sujetaron de ellas y me levantaron en el vacío dejándome totalmente expuesto ante la mirada de ese ser de inconmensurable poder. La fascinación y terror que sentía me impedían alejar la vista de su pupila y mientras tanto toda mi energía vital parecía estar siendo drenada en dirección a ese foso cósmico. El sonido de los murmullos se hizo ensordecedor y yo perdí la consciencia.

Mi siguiente recuerdo es estar en la oficina, al frente de mi mesa de trabajo con varios formularios pendientes de ser tramitados. No me sorprendió descubrir que uno de los bolsillos interiores de mi chaqueta contenía el medallón que me llevaba acosando durante tres días. Una hora después, el encargado de mi sección se me acercó que me veía muy pálido y ojeroso, que fuese a reponerme a casa. Yo me negué pero ya conoces a Thomas, no admite un no por respuesta, así que recogí mis cosas y regresé a casa. Durante la travesía percibí algo extraño pero no sabía el qué, tampoco es que mi cerebro estuviese en condiciones de analizar o ni siquiera pensar con normalidad. Crucé el umbral de casa y me dirigí al espejo para comprobar si mi aspecto era de verdad tan horrible. Ahí estaba mi rostro: estaba demacrado, con la barba y bigote descuidados, unas notorias ojeras destacaban bajo unos ojos enrojecidos. Entonces mi reflejo me regaló una amplía sonrisa, mostrando unos blancos dientes y observándome con unas pupilas romboidales llenas de malicia y sorna. Mi cuerpo sufrió una convulsión, salí de casa a toda velocidad y me sumergí en las brumas de Londres huyendo de la soledad de nuestro hogar.

Una vez en la calle descubrí porqué me sentía inquieto en mi anterior viaje a casa; ciertos sombríos individuos entre la multitud claramente me vigilaban. Me reconocían y no hacían esfuerzo alguno en disimularlo, aún así se mantenían a distancia de mí. Caminaba entre las calles, ágil y veloz pero sin un destino claro. Al girar en una esquina me encontré frente a una iglesia; si había un momento bueno para pedir ayuda al Señor claramente era este. Entre atravesando los portones y me senté en uno de los bancos. Junté las manos y empecé a rezar y rogar a Dios como nunca antes había hecho. Tras pasar un cuarto de hora entre oraciones y peticiones de socorro alcé la vista hacía el Cristo crucificado; lo que vi me dejó helado. Los ojos de la figura del Mesías no eran comunes; parecían vivos, orgánicos, y eran exactamente como la criatura de mis pesadillas. Su mirada no se alejaba de mí y parecía hambrienta... hambrienta de mi esencia vital. Salí corriendo a la calle pero la situación solo empeoró. La gente que transitaba por las calles, a excepción de los misteriosos personajes que me seguían, poseían pupilas con forma de rombo y yo tenía la certeza de que todos me estaban observando aunque no hiciesen amago de mirarme. Desde ese punto solo recuerdo correr mirando hacía el suelo. Corrí y corrí pero esa sensación de estar siendo víctima de un silencioso acoso no cesó.

Y aquí me hallo ahora, en nuestro dormitorio, lugar de tantos momentos preciosos a lo largo de nuestras vidas. Es el 16 de Octubre de 1902. Han pasado 6 días desde que te fuiste. Han pasado tres días en los que he evitado dormir a base de darme pinchazos a lo largo de mis brazos. Estoy cubierto de heridas, pero es preferible eso a tener que volver a presentarme ante ese ser abismal que me visita en sueños. Por desgracia mi cuerpo no aguanta más, mis párpados cada vez los notó más pesados y estoy usando la poca cordura y fuerza de voluntad que me quedan para escribirte esta carta. Tengo el medallón en frente de mí, me resulta imposible deshacerme de él. Fuera de nuestra casa, en esta oscura noche de sábado, esperan sin ocultarse los individuos que me seguían. Llevan atuendos tétricos y colgantes con forma de ojo. Estoy seguro de que ellos son los responsables de devolverme el medallón cada vez que me libraba de él, perros fieles a su extraterrenal amo. Un culto inmoral que desprecia a su propia especie y se alía con seres que no deberían existir.

Ha llegado el momento de la verdad. Mi mano apenas puede sujetar la pluma y ya no sé que más decirte. Mañana regresas a la ciudad y yo solo deseo ser capaz de despertarme contigo a mi lado.

Es hora de dormir. Te quiero.


Tuyo por siempre,
Arthur C. Miller
Londres, 16 de Octubre de 1902.



No hay comentarios:

Publicar un comentario