La lluvia de aquella noche me empapaba el rostro, ya de por si bañado por las lágrimas. Mis brazos estaban entumecidos por cargar con tan funesta y, a la vez, preciada carga. El pueblo a mis espaldas se distinguía en medio de la penumbra gracias a un puñado de faroles que bailaban sacudidos por la tormenta. Poco a poco me iba distanciando de él, rumbo al camino del acantilado que me llevaría a la cueva donde residía mi última esperanza. Hice acopio de fuerzas y retomé mi lastimosa travesía.