4.15.2018

Corazón de piedra

La lluvia de aquella noche me empapaba el rostro, ya de por si bañado por las lágrimas. Mis brazos estaban entumecidos por cargar con tan funesta y, a la vez, preciada carga. El pueblo a mis espaldas se distinguía en medio de la penumbra gracias a un puñado de faroles que bailaban sacudidos por la tormenta. Poco a poco me iba distanciando de él, rumbo al camino del acantilado que me llevaría a la cueva donde residía mi última esperanza. Hice acopio de fuerzas  y retomé mi lastimosa travesía.

La pendiente se elevaba hasta donde permanecía una antigua higuera, señalizando el borde del precipicio. Para mi desgracia no habría ningún árbol o señal que marcase la abrupta senda que debía tomar, aunque contaba con la débil luz que emitía el farolillo que llevaba colgando de mi cinturón. Gotas de agua como alfileres me golpeaban las cara mientras me abría paso hasta la pared del acantilado, las piernas me temblaban por el frío y los nervios, mi cabeza no para de recordar momentos felices que ahora se tornaban en desoladores, mis ojos no se secaban por muchas lágrimas que derramaran y mis oídos, ¡mis malditos oídos!, no paraban de oír su voz en los aullidos del viento.

Un poderoso rayo iluminó toda la costa, fue entonces cuando vi la entrada al peligroso pasaje. Aceleré el paso para llegar a él antes de que mi confuso cerebro perdiese el rumbo de nuevo. Mi izquierdo resbaló sobre el barro. Con un repentino y extraño movimiento evité caer, a costa de torcerme el tobillo causándome un gran dolor. Pero no era momento de lamentarse por este tipo de cosas, debía continuar el camino. Cojeando, me apoyé contra la pared del acantilado y fui avanzando lenta pero constantemente por ese ondulante y estrecho trazado por el que apenas cabía una persona. Las piedras dificultaban mi paso y me causaron más de un traspiés, llegándome a dejar balanceándome al borde del abismo. Mis brazos comenzaban a flaquear por cargar con tan pesada carga, solo mi determinación les mantenía firmes. Si ella caía todo habría acabado.

De la profunda oscuridad a mi lado provenía el rugir de las furiosas olas golpeando incansablemente el acantilado. Sin embargo mis oídos volvían a ponerme a prueba, de entre el ruido de la espuma marina y el impacto del mar atinaba a captar su voz; me llamaba, me susurraba palabras de amor, se reía, me reconfortaba... Sacudí la cabeza para deshacerme de estos pensamientos. No, ella estaba muerta. Pálida y rígida en mis brazos por culpa de un corazón defectuoso. La senda comenzó a estrecharse, anunciando que la cueva estaba cerca. Con los últimos retazos de voluntad que me quedaban subí la resbaladiza pendiente. Ahí estaba la entrada, al fin.

Me adentré en la remota cueva, objeto de tantas historias y cuentos que rondaban por la villa. Las rocosas paredes estaban teñidas por un brillo azulado proveniente del fondo de la cavidad. Siguiendo el origen de la iluminación encontré aquello que buscaba tan desesperadamente: el legendario Corazón de Piedra, una enorme mase de rocas con forma de corazón cuyas venas y arterias estaban formadas por antiguas enredaderas y los ventrículos estaban poblados de formaciones cristalinas que iluminaban toda la estancia. Caí de rodillas, derrotado por las emociones y el agotamiento. Deposité con toda la ceremoniosidad que pude el cadáver de mi difunta amada ante la monstruosa mole. Ahora tocaba esperar.

Pasaban los minutos y nada ocurría. Me puse a pensar sobre todo lo que había ocurrido. No era una persona crédula, pero si toda la gente iba contando historias sobre este lugar algo debía de haber cierto. Unos decían que el espíritu de una antigua hada se aparecía y me concedería ayuda con un problema a cambio de mi cabello, otros hablaban de que el mismísimo Dios habitaba en la cueva y que ese corazón rocoso era la nueva tumba del Mesías. Pero nada ocurría. El furibundo oleaje resonaba y el viento aullaba, pero eso era todo. Esperé y esperé, pero nada sucedió. Entonces la ira y la tristeza se apoderaron de mí; empecé a rogar por ayuda, insultar a los dioses, clamar justicia por la inmerecida muerte de mi mujer, escupir y golpear la mítica estructura de piedra. Me rendí, di la espalda al fondo de la cueva y me dispuse a regresar al pueblo, con suerte me caería por el precipicio y no tendría que continuar con mi existencia. Mientras comenzaba mi marcha susurré: "Ojalá pudiese cambiar mi vida por la tuya, amada mía". El Corazón comenzó a latir.

Por toda la caverna retumbó el choque entre rocas que se producía con cada latido de esa monstruosidad. Al principio llevaba un ritmo lento pero a cada segundo se iba acelerando más y más y más. Me giré y en cuanto vi semejante espectáculo me quedé paralizado. Me tambaleé cuando recibí un invisible golpe en el pecho, justo en el corazón, y un cosquilleo se propagó desde dicha zona. No podía creer lo que estaba viendo; de las distintas grietas del Corazón comenzó a fluir agua, primero era un goteo que se convirtió en un torrente que me impactó frontalmente. La masa de agua me arrastraba hacia la boca de la cueva hasta que conseguí sujetarme a una pequeña estalagmita. El agua no cesaba de empujarme, dificultando la respiración al introducirse por mi boca y fosas nasales. Alcé la cabeza para intentar coger aire; fue en ese preciso instante cuando vi al cadáver de mi amada despertarse, como si solo hubiera estado durmiendo ajena a la realidad. Repentinamente comprendí la naturaleza de lo que estaba ocurriendo. Proclamé mi amor hacia ella y dije unas palabras de despedida. Solté mi mano y me dejé llevar por la corriente.

Han pasado años, quizás décadas, y no me arrepiento de la decisión que tomé aquel día. Quizás ahora no sea más que una estatua flotando en el fondo marino, pero sé que ella está allí arriba, disfrutando de la vida. Puede que mis pétreas facciones no me permitan más que ver el lento paso del tiempo y solo disfrute de la compañía de una colonia de percebes que habita sobre mí, pero sé que la mitad de corazón humano que me queda palpitará mientras la mitad que ella tiene lo haga. Cuando ambos nos desvanezcamos de este mundo dejaré tras de mí una estatua con una amplía de sonrisa cincelada en el rostro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario