5.30.2018

Danza macabra

Muebles cubiertos de polvo, las paredes descoloridas, el aire apestando a putrefacción y el sonido de las ratas correteando por el interior de las paredes. Así halló Marco el que había sido su hogar, meses antes de ser llevado a la prisión reconvertida en zona de cuarentena. De poco sirvió que le encerraran allí junto a decenas de infectados más, la plaga a la que llamaban la Nueva Peste Negra se había extendido de forma incontrolable por los canales de Venecia, una ciudad ahora aislada del resto del mundo por orden expresa del rey Vittorio Emanuele III. La ciudad se sumió en el caos y los nuevo habitantes de la prisión fueron dejados en el olvido, mientras en el exterior las fuerzas del orden se veían sobrepasadas por la magnitud de la catástrofe. La antiguamente Serenísima República era ahora una anarquía guiada por la desesperación.

Pero eso era el pasado; ahora había regresado a su pequeño apartamento frente al Museo de Historia Natural. Lamentablemente, no iba a poder disfrutar de la comodidad de su desolada vivienda por mucho tiempo; tenía una reunión que atender y la arena no cesaba de descender en el reloj. Fue a su habitación y rebuscó en su ropero el traje más elegante posible. Se vistió con uno en estado decente, por desgracia le quedaba enorme debido a que los meses de encierro y la enfermedad le habían convertido casi en un esqueleto andante. Debería servir; el tiempo corría. Se plantó frente al polvoriento espejo y, tras limpiarlo con un trozo de tela, comprobó su aspecto. Ese no podía ser él, ese era el reflejo de un cadáver. La piel pálida, la cara chupada, labios resecos y amoratados, ojos enrojecidos e inflamados, apenas le quedaba, y este estaba descolorido y débil... Sus manos se palpaban el rostro, incrédulo. Entonces se fijó en sus dedos. Donde debería haber uñas había unas costras negruzcas, salvo en dos excepciones. Cerró los ojos e intentó serenarse; sabía que la caída de uñas era un indicio de que su vida estaba a punto de llegar a su fin, por esa razón debía darse prisa. Se arregló en la medida de lo posible y salió del edificio. Empezó a caminar con dificultad. Rumbo a la Basílica de San Marco.

No hubo de dar muchos pasos antes de encontrarse la primera pila de cadáveres, tirados en mitad de la vía. Los tres individuos parecían haberse estado peleando con sus últimas energías por un pan mohoso, mas eran las ratas las que ahora devoraban tanto el cacho de pan como la carne muerta de los apestados. Apartó la vista y continuó con su travesía a pesar de la dificultad para respirar, culpa de los dañados pulmones y complicado por las nubes de humo y ceniza de las piras de fuego distribuidas por toda la ciudad. Ir bordeando el canal tampoco le causaba ningún agrado. De él emanaba un tufo más pestilente del usual y le asqueaba la visión de los cadáveres inflados que flotaban en sus aguas.

Comenzó a respirar por la boca. Las cosas no iban bien. Apenas había llegado a la Calle del Tentor y sus fuerzas comenzaban a desvanecerse. La parte inferior del ojo derecho empezaba a palpitarle y sentía como sus pies estaban sangrando, creando una costra de sangre reseca entre la planta de su pie y la suela del calzado. Imponiéndose a todas estas inconveniencias, aceleró su ritmo. Cruzó el primero de los ocho puentes que debía atravesar durante su trayecto. El puente aún tenía restos de las barricadas improvisadas por los Carabinieri en los momentos de crisis, cuando los ciudadanos comprendieron que los mandatarios no iban a poder ayudarles. Revueltas florecieron por toda la ciudad, saqueando todo lugar por el que pasaban y pisoteando a todo aquel fiel al gobierno. Semanas después, de Venecia solo quedaba una cáscara putrefacta, habitada por moribundos y ratas a partes iguales.

Adentrándose en las galerías del Ponte di Rialto notó un agudo pinchazo en su meñique izquierdo y el brotar de un hilillo de sangre. Se miró el dedo. Su uña se había desprendido por completo, cayendo a la calzada. Instintivamente se chupó ligeramente el dedo y retomó el paso. No podía permitirse distracciones; disponía aproximadamente de unas tres horas antes de su inevitable final a manos de esta nueva Muerte Negra.

Los nervios comenzaron a apoderar de Marco según se iba aproximando a su destino. ¿De verdad estaría ella allí? ¿Seguiría viva? ¿Aún le amaba? Esas preguntas no dejaban de atormentarle. Su último contacto con ella había sido durante su estancia en la prisión, y ni siquiera se habían visto los rostros. En aquella ocasión, él se hallaba sentado bajo los barrotes de su celda cuando una nota enrollada y atada con un cordel rojo cayó sobre su regazo. El mensaje era un declaración de intenciones: "Te esperaré todas las noches allí donde nos conocimos y será donde terminaremos lo que comenzamos". Al final de la nota estaba su inequívoca rúbrica. Ese mensaje había sido el catalizador que le había llevado a mantenerse con vida y unirse a los demás presos para huir de aquel lugar. Y por fin, estaba cerca de cumplir su objetivo. La Basílica de San Marco se alzaba ante él en un estado ruinoso; la fachada estaba muy dañada, las pinturas se estaban desvaneciendo y las vidrieras estaban en su mayoría hechas añicos. Tomó aire y, dejando sus dudas y temores atrás, entró al antiguo templo.

El rojo cielo del atardecer comenzaba a oscurecerse, proyectando espectrales sombres en el interior de la Basílica. En medio de la vastedad de aquel lugar, la figura de una joven, sentada sobre un altar roto, destacaba. Marco dio unos pasos hacía adelante mientras sus ojos se adaptaban a la siniestra iluminación del lugar. Era Vittoria, su prometida. La palidez de su piel la hacía parecer un fantasma, estaba esquelética, sus carnosos labios rojos eran ahora dos finas líneas púrpuras y su pelo se había tornado gris... y, sin embargo, continuaba siendo a sus ojos tan hermosa como siempre, o incluso más. Corrió hacía ella tan rápido como sus mermadas fuerzas le permitieron. Mientras corría algo cayó al suelo. Su última uña.

Iluminados por la luz de la luna que se filtraba por la gran vidriera destruida, se hallaban Marco y Vittoria uno frente al otro, incrédulos y a la vez emocionados por el reencuentro. Pasados unos segundos, estallaron en un cálido abrazo, envolviendo sus temblorosos cuerpos. Ambos se habían resistido a la llamada de la Muerte para poder disfrutar de este momento, así que estuvieron abrazados durante varios minutos, simplemente agradecidos por contar con la presencia del otro.

Les resultó duro romper el abrazo, pero tenían un asunto que terminar esa noche. Marco cogió aire, recordó las palabras que llevaba memorizando meses y comenzó a recitarlas... pero de su boca solo salió un grotesco gorgojeo. Una lágrima con trazas de sangre descendió por la mejilla del hombre, sus cuerdas vocales habían sido arrebatadas por la peste. Nunca podría decirle a Vittoria cuánto significaba para él. De sus enfermos ojos apenas brotaban lágrimas pero estaba absolutamente devastado. Había imaginado y planeado tanto este encuentro para que todo terminase así. Vittonia extendió su mano y alzó la barbilla de su amado, obteniendo de nuevo su atención. Se señaló la garganta. Ella tampoco era capaz de hablar.

La mujer deslizó una mano en su vestido y extrajo un anillo dorado, antiguamente propiedad de su abuela. Los ojos de Marco brillaron de la emoción. Nervioso, rebuscó en los bolsillos de su traje hasta encontrar el anillo que había fabricado en la prisión con hiedra. Sonriendose entre ellos, intercambiaron los anillos. Fue en ese momento cuando Marco se dio cuenta de algo terrible: las manos de su ahora esposa carecían de uñas. Ambos estaban condenados. Se abrazaron de nuevo y se dieron un beso para sellar el rito de unión. Pero una ceremonia así requería de una celebración, así que sin separarse de ese abrazo comenzaron a bailar.

La frágil pareja comenzó con un ritmo lento. Un paso a la derecha, otro paso a la izquierda. Notaban que sus órganos comenzaban a fallar: el corazón no llevaba un ritmo constante, sus pulmones parecían estar perforadas, el estómago rezumaba ácidos que se filtraban al resto del cuerpo... Todo era dolor pero tenían que bailar. El ritmo de la danza fue acelerándose, como si estuviesen huyendo de la jaula que eran sus cuerpos. La piel comenzó a teñirseles de un gris ceniza y negras venas se marcaban por toda su anatomía. Pero ellos no paraban; giro aquí, giro allá y paso al frente. Repentinamente, una estructura de madera emitió un crujido y se derrumbó. Casi al instante un grupo inmenso de ratas emergió del lugar a la carrera. Los hambrientos roedores encontraron el sustento que buscaban en la pareja de bailarines. Los animales les arrancaban a mordiscos carne de los tobillos, pies e incluso de los gemelos. Ninguna de estas minucias interrumpió la danza. Paso, giro, paso y paso. Pero la Nueva Peste Negra no era tan inofensiva como unas simples ratas. De los ojos de Marco y Vittoria comenzaba a surgir viscosa sangre negra, cubriéndoles los ojos. La piel de sus rostros se tensaba cada vez más y más, dibujando en ellos unas muecas grotescas. Los globos oculares que ocultos bajo  costras de sangre negra eran unas bolas infladas de sangre con el iris fragmentado. El suelo sobre el que bailaban quedaba cubierto del pelo y la piel que los amantes perdían a una velocidad sobrenatural. La lengua se les infló, apenas dejando espacio para el paso de aire. La Muerte Negra era meticulosa en su labor pero ese último baile se negaba a finalizar.

A la mañana siguiente había dos almas menos en Venecia. Sus antiguos recipientes yacían en la vieja Basílica. Mas no estaban solos, pues acompañándoles estaban los cuerpos de cientos de ratas, cuyas vísceras y cerebros se habían visto desparramados al ser pisoteados por la pareja en el clímax de su macabra danza.

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