11.02.2017

Por una moneda

Extracto del capítulo XIX de la autobiografía de Lord Arthur T. Hodgson.


Una vez terminé aquel ensayo sobre la exigente vida de los marineros que realizaban la travesía entre la Américas y nuestro viejo continente, el cual tuvo una gran acogida en Londres, me sumergí de nuevo en mi nuevo gran proyecto: un recopilatorio de cuentos y leyendas a lo largo de los puertos de Europa. Eran comienzos de primavera del año 1904, momento en el que, con esta idea en mente y sin haber pasado apenas dos meses de descanso en mi querida tierra natal, partí de nuevo en búsqueda de estas historias. Mi primer destino: Santander.

Fue en esa hermosa ciudad portuaria donde obtuve la primera historia para mi nueva obra de manos de mi viejo amigo Francisco Villacorta. Este era un funcionario público que trabajaba tramitando permisos y demás documentos relacionados con el comercio marítimo. Esta labor le hacía estar en continuo contacto con capitanes de navío y marineros de toda índole. Una vez atracado el barco no perdí un instante y me dirigí a la oficina de mi colega con la esperanza de encontrarle allí. Así fue, seguía como siempre aunque quizás un poco más desgarbado y con ropas algo raídas. Bueno, tomar una mala decisión comercial y acabar perdiendo buena parte del patrimonio es algo común en esta época en que vivimos. Me recibió cálidamente y con la calma que siempre le había caracterizado, como si recibir una visita de un amigo británico con el que lleva sin hablar cinco años fuese de lo más común. Le conté el motivo de mi visita y, tal como yo esperaba, me dijo que estaría encantado de colaborar, que cuando sonasen las ocho campanadas desde la catedral estuviese en la taberna El Arpeo y él se reuniría conmigo. Tras charlar un poco más salí de su oficina y me dispuse a explorar durante las horas restantes la ciudad.

Sonaron ocho redobles de campanas y escasos minutos después entró por la puerta Francisco cubierto con una gabardina, sombrero y guantes. Si algo había aprendido sobre las tierras cántabras es que cuando la luz comienza a desaparecer surge un frío húmedo que cala incluso los huesos. Tomó asiento en frente mío y se quitó el sombrero. Pedimos unas jarras de cerveza y charlamos un rato, recordando experiencias que habíamos vivido juntos. Finalmente nos pusimos manos a la obra por el asunto que allí nos traía; saqué mi cuaderno de notas y materiales de escritura e incluso dibujo y él se aclaró la garganta y pidió otro par de bebidas. Una vez estuvimos ambos preparados comenzó con su relato.

"Has visto a esos pequeños rufianes que hacen el zanganean por los muelles ¿verdad? Wreckers los llaman vuestros marineros, aquí los conocemos como raqueros. Son  huérfanos o pobres que roban y mendigan por esa zona. Pues bien, esta historia tiene como protagonistas a un hombre pudiente del lugar, llamémosle Rodrigo por ejemplo, y a esos pícaros.

Rodrigo era un hombre muy bien situado en la sociedad santanderina. Tenía un buen hogar en una de las mejores zonas de la ciudad y un buen trabajo que le permitía invertir en distintas aventuras comerciales. Un día, mientras paseaba por los muelles en soledad, vio como un grupo de mercaderes arrojaban una moneda a la bahía y un pequeño rufián de no más de nueve años se lanzaba tras la moneda y al rato emergía del agua con ella en la mano. Los mercaderes reían a carcajadas y parecían disfrutar del espectáculo. Uno a uno lanzaban una moneda a las plácidas y los distintos críos se iban turnando para recogerlas. Todo esto a Rodrigo le parecía un desperdicio de dinero, por poco que fuera, sin embargo el acto de que esos niños mugrientos se arrojaran a las frías aguas del Cantábrico para conseguir tan nimia cantidad de dinero le producía una perversa satisfacción.

Pasaron los días y Rodrigo no era capaz de sacarse de la cabeza aquella escena entre los mercaderes y los raqueros. Quería sentir esa sensación de poder y control que debían de haber sentido aquel grupo de hombres. Un día tomó la decisión de ir a los muelles y disfrutar de ese ritual reservado para la clase alta. ¡Ah!, pero el sería más listo. Acudió a un taller de metalurgia y encargo múltiples discos de níquel del tamaño de una moneda, de esta manera engañaría a esos descarados y le resultaría diez veces más barato el hacerles bucear.

Ya con sus pequeñas falsificaciones en los bolsillos acudió a los muelles y se plantó ante un grupo de raqueros. Tras dirigirles una mirada lanzó una de las falsas monedas al mar. Al instante uno de los niños se libró de la ropa y saltó a la bahía. Rodrigo no era capaz de disimular la sonrisa mientras contemplaba al pobre desgraciado bucear. Al rato la cabeza del niño surgió del agua con la mano que sostenía el disco metálico en alto, triunfante. Poco le duró la satisfacción al pillo pues al salir a tierra vió que había sido engañado. Este descubrimiento desencadenó la furia del grupo y empezaron a insultar al timador a viva voz. Rodrigo se rió de ellos y acto seguido se largó de allí. ¡Qué cúmulo de sensaciones! ¡Cuanta satisfacción! 

El hombre continuó arrojando las falsas monedas a los distintos grupos de raqueros que poblaban el puerto de Santander. El control y el poder se habían convertido en el opio de Rodrigo. Hubo temporadas en las que tuvo que abstenerse de este vicio ya que le reconocían. Pero con el tiempo retornaba a sus actividades y siempre encontraba algún raquero que no le reconocía.

Un día Rodrigo regresaba a casa ya anocheciendo. Había tenido que quedarse hasta tarde tramitando unos papeles importantes muy urgentes. Mientras cruzaba por el paseo marítimo vio un grupo de tres raqueros. Al verle los chiquillos le empezaron a jalear: '¡Señor, señor! ¡Venga! ¿Quiere ver como somos capaces de sacar una moneda del mar a oscuras?'. Una sonrisa cruzó el rostro de Rodrigo mientras se acercaba a ellos. Sacó una de las monedas falsas y la arrojó a las negras aguas de la bahía. Uno de los niños, rápido como un rayo, saltó y se oyó un chapoteo. El hombre pensaba que iba a disfrutar aún más del espectáculo por ser de noche pero ocurrió todo lo contrario, no podía ver como el crío se retorcía y nadaba hacia las profundidades para conseguir tan menospreciable tesoro. Insatisfecho con el resultado, se dió media vuelta para irse, mas los niños le agarraron cada uno de un brazo evitando que se fuera mientras le decían: 'Espere, señor. Que ahora sale. De verdad que podemos sacar monedas a oscuras'. Molesto con que semejantes alimañas le tocasen la ropa tiró de ellos para que le soltasen. En ese momento el raquero que había saltado asomaba por el borde del muelle con la moneda en la mano. Rodrigo sorprendido de que hubiese sido capaz de encontrarla se quedó mirándole. Entonces el niño se percató que la moneda era falsa y dijo: 'Señor, tenga. Creo que se ha equivocado, esto no es una peseta'. Un escalofrío recorrió el espinazo de Rodrigo, aquella voz no había sido la de un niño. Había resonado con un tono grave e inhumano. El hombre miró al niño y no podía dar crédito a lo que veía. Los ojos del pillo se habían tornado por completo en dos esferas brillantes de color ambarino, la piel tenía un tono gris ceniza y su labios se asimilaban a los de un pez. El aterrorizado hombre notó que los raqueros que le sujetaban de las muñecas estaban ejerciendo una fuerza imposible para unos niños de entre siete y diez años. 

'Señor, por favor, recoja su moneda. No la queremos', dijeron los niños-criatura al unísono. Le soltaron e hicieron un gesto de que cogiese la moneda. Rodrigo quería irse corriendo de allí, quería empujar a esos seres al mar y largarse, quería muchas cosas pero él ya no tenía el control, ellos eran los que daban las órdenes. Sin más remedio que acatar las órdenes, estiró su mano derecha con la palma abierta para que esa especie de tritón le devolviese su disco de níquel. Y así fue, el raquero depósito la pieza metálica en la palma del desdichado burgués. El olor a carne quemada invadió el ambiente instantáneamente. En la zona de contacto entre la piel de Rodrigo y la moneda salía humo y la piel adquiría un color rojizo casi morado. El hombre comenzó a gritar mientras se sujetaba la mano. La moneda estaba adherida y no se desprendía de su palma. Es más, parecía como si estuviese perforándola. El dolor cegaba la mente del desgraciado, el cual no dejaba de gimotear y gritar. De repente se hizo el silencio... y segundos después un tintineo lo rompe. La palma de Rodrigo luce en su centro un agujero perfectamente circular que la traspasa de lado a lado.A través de ese agujero, Rodrigo puede ver la falsa moneda en el suelo de la calle. Mira a su alrededor y ve que está solo. Finalmente cayó desmayado."

Así terminó Francisco de narrarme el cuento. Le notaba agotado pero percibía que algo más le ocurría. Había estado tan centrado tomando notas que no me había dado cuenta del aspecto que lucía mi amigo: tenía los ojos hundidos y con ojeras, parecía haber envejecido diez años repentinamente. "Viejo amigo, ¿te encuentras mal?", le dije. Él sacudió su cabeza como desprendiéndose lo que fuese que le reconcomía y me dijo: "Aún no he terminado la historia, querido Arthur". Se quitó los guantes que aún llevaba puestos y me dió su mano derecha. Entonces lo vi, un agujero perfecto en el torso de la mano. Le miré aterrado pero por alguna extraña razón el parecía aliviado, como si se hubiese quitado una carga de encima. Poco más recuerdo de esa noche.

A la mañana siguiente partí de Santander rumbo a Le Havre. Mi marcha no finalizó sin llevarme una amarga sorpresa final. Mientras mi barco levaba anclas pude vislumbrar algo colgando de una de las grúas del puerto. Era el cadáver de mi viejo amigo, que parecía haber decidido colgarse ahora que había confesado sus pecados. Espero que en paz descanse.

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