12.17.2017

Farándula

Los Beaufort no eran un matrimonio típico del París de 1904. Olivier y Giselle llevaban casados desde hace tres años, ambos eran jóvenes con grandes inquietudes y adelantados a su tiempo. Por un lado estaba Giselle, una mujer de veintiocho años que se negaba a acatar la posición que le había asignado la sociedad, y junto a ella su marido Olivier, de también veintiocho años, hijo de una familia acomodada y dedicado por completo a su arte: el teatro.
Giselle era una columnista en la sombra para el periódico Le Matin. Publicaba sus escritos bajo el seudónimo de L. Mathieu y era su marido el que le llevaba los textos a las oficinas del periódico para su publicación. Olivier siempre le apoyaba en todos sus proyectos y en ningún momento se erigió como un obstáculo, al contrario de lo que les sucedía a varias amigas suyas que también trataban de ganarse la vida por si mismas y desarrollarse personalmente y no vivir a costa de sus maridos a cambio de ser sus sirvientas. Pero no se conformaba solo con ser columnista, ella y su marido estaban creando una obra de teatro combinando los conocimientos interpretativos de Olivier con su habilidad con las letras. El sueño de ambos era llevar a todos los teatros de París una obra creada por ellos.

Olivier, por su parte, era un actor en ciernes que cada vez tenía más éxito ante el público. Su juventud, belleza y voz le habían ayudado mucho en su carrera, pero lo que realmente le había llevado al éxito era al esfuerzo que realizaba por mejorar su interpretación y ajustarse al papel que le daban. Era capaz de pasarse días metido en el personaje incluso en su vida personal, lo que había ocasionado recibir alguna que otra regañina por parte de Giselle... después de todo no todos los personajes son agradables. A pesar de todo esto, la pareja era feliz y con el apoyo mutuo entre ellos creían que podrían conseguir lo que se propusieran.

La pareja vivía en un ático en el corazón cultural de la ciudad. Tanto Giselle como Olivier tenían su propio estudio; el de ella era un salita minimalista con un escritorio cubierto de hojas y utensilios de escritura, una silla, un sofá y algunos elemento de decoración, mientras que el de su esposo era una amplia sala con varios espejos en los que verse reflejado mientras ensayaba y todo tipo de vestimentas y elementos de atrezo, incluida su colección de espadas reales, fruto de su afición por la esgrima. El resto del hogar abundaba en colores y curiosidades, como cuadros, figuras, flores... Era la vivienda variopinta de una pareja peculiar.

Era la mañana de un día de mediados de Septiembre, Olivier estaba con la compañía de teatro ensayando para la representación que tendrían en un par de noches mientras que Giselle estaba en la cafetería de sus amigos Bernard y Alice Legrand, una pareja que, al igual que los Beaufort, frecuentaban los círculos bohemios parisinos. Giselle ocupaba una mesa en la terraza exterior de la cafetería aprovechando que hacía una agradable brisa otoñal. Ya había finalizado la redacción de su nueva columna para el periódico así que iba a aprovechar el tiempo restante para retomar su obra de teatro. Tras pasar un rato divagando sobre las distintas tramas y personajes que quería plasmar sus ojos se posaron sobre un individuo con pinta extravagante que caminaba por la calle. El hombre lucía una amplía sonrisa, era alto y delgaducho, iba con un traje elegante pero desgastado y con una gran mochila a la espalda de la cual colgaban unas cuantas máscaras. Al percatarse de que los ojos de la escritora estaban posados en él, el hombre se acercó a Giselle.
- Buenos días, madame. He visto que me estaba observando. ¿Acaso le interesaría comprarme una máscara? - dijo con un marcado acento italiano.
La mujer se ruborizó al darse cuenta de que le había estado mirado fijamente durante un prolongado tiempo.
- Por supuesto, buen hombre. ¿Me puede mostrar las que tiene, por favor? - respondió cortésmente, sería educada con él ya que ella había sido la que había causado esta situación.
El hombre ensanchó más aún su sonrisa y, tras posar la mochila en el suelo, comenzó a sacar varias máscaras y colocándolas en la mesa que se encontraba Giselle. Dichas máscaras parecían de gran calidad, cada una con un gesto y facciones distintas en sus coloreados rostros de cerámica. Esto sorprendió a Giselle; no le encajaba el aspecto del hombre con las mercancías que llevaba.
- ¿Como se llama, señor?
- Me puede llamar Aldo, madame.
- Aldo, ¿es usted un mercader ambulante de máscaras? Nunca antes había visto algo así.
El italiano emitió una sonora carcajada.
- No, madame. Peregriné hasta Finisterre y ahora vuelvo a mi natal Venecia y para ello llevo una selección de máscaras de la tienda que poseo allí. Las máscaras venecianas son un producto exótico, así que las voy vendiendo mientras viajo para ir costeándome el viaje.
Giselle afirmaba con la cabeza mientras observaba embelesada las obras de artesanía. Una de las máscaras atrajo especialmente su atención; era de un blanco perla con una sonrisa irreverente en el rostro, encima de la boca lucía un negro mostacho y sobre los ojos unas cejas juguetonas. En general, no era una máscara muy decorada ni llamativa comparada con otras mucho más bellas y coloridas, pero esa mueca y rasgos eran justo lo que estaba buscando; por fin había encontrado el modelo sobre el que inspirarse para crear al protagonista de su obra teatral: un antihéroe encantador, astuto y, sobre todo, un rufián.
- Creo que me quedo con esta, señor Aldo.
Tras realizar la transacción pertinente, el veneciano hizo una reverencia y se alejó rumbo al oeste.

Giselle, tras volver a casa y comer, se pasó la tarde en su pequeño estudio elaborando la obra de teatro. Ahora que había puesto rostro al personaje principal y tenía definida hasta cierto grado su personalidad, le estaba resultando mucho más fácil elaborar el escrito. Su idea inicial había sido que el protagonista fuese un héroe típico, pero cuando comenzó a escribir se dio cuento de que resultaba insulso y aburrido. Sin embargo ahora tenía algo mucho mejor: un rufián que despertaría simultáneamente el cariño y odio del público.

Llegó la noche y con ella Olivier. Como siempre, se pusieron a hacer la cena juntos para después disfrutar de ellas mientras charlaban animadamente. Los temas de conversación de esa noche fueron una broma que gastaron los miembros de la compañía de la que formaba parte Olivier a uno de sus miembros y el encuentro de Giselle con el vendedor de máscaras y lo que derivó de ello. Acabaron de cenar y la mujer le mostró a su marido la nueva adquisición. En el acto, Olivier se puso la máscara y comenzó a soltar un monologo con tono socarrón y autosuficiente. Así fue como pasaron parte de la noche antes de irse a dormir: improvisando frases y distintos tonos.

Pasaron las semanas y el proyecto de los Beaufort iba avanzando a un ritmo imparable. La pareja aprovechó que Olivier tenía un temporada libre de ensayos y actuaciones, hasta el estreno de la siguiente obra en la que formaba parte. El matrimonio se pasaban horas en la sala de Olivier; él realizando monólogos mientras caracterizaba al protagonista, y ella escribiendo los diálogos y leyendo las líneas del resto de personajes. Olivier se había convertido en la encarnación del protagonista de la obra, al que habían llamado Corvo. El cambio más notorio que había sufrido Corvo era que ya no solo iba a estar inspirado en el gesto de la máscara veneciana sino que el personaje la iba a llevar puesta siempre, dándole un toque más misterioso y llamativo. Por desgracia, Olivier empezó a sentirse agotado tras un par de semanas y tuvieron que bajar el ritmo. La emoción les había llevado a excederse con tanto ensayo. El hombre había adquirido un tono pálido de piel y estaba ojeroso; esto preocupó a Giselle, la cual decidió que debían tomarse un descanso y disfrutar un poco del ambiente parisino.

Una madrugada, Giselle se despertó sedienta. Se levantó a por un vaso de agua y fue entonces cuando se percató de que su marido no estaba en la cama. Fue a la cocina y se llenó un vaso con agua. Mientras bebía, escuchó sonidos que provenían del estudio de Olivier. Se acercó silenciosamente y entorno ligeramente la puerta; en mitad de la habitación estaba Olivier con la máscara sobre su rostro y empuñando un estoque. El actor estaba recitando chulescamente un monólogo mientras hacía filigranas con el arma de cara al espejo. Giselle suspiró a la vez que negaba con la cabeza; la obsesión de su esposo con el teatro era, en ocasiones, preocupante. Cerró la puerta y se volvió a la cama.

Pasaron los días y llegó el momento de que Olivier partiera con su troupe a representar una nueva obra durante un par de semanas. La pareja estaba haciendo conjuntamente el equipaje del actor cuando Giselle vio la sombra de la preocupación en el rostro de su marido. Olivier solía ponerse melancólico los días previos a salir de gira pero esta vez no era simple tristeza, era algo más. "¿Te sucede algo, amor mío?", preguntó la joven. Olivier negó con la cabeza pero tras unos segundos confesó que no se encontraba a gusto dejándola sola. Al parecer en el grupo teatral se decía que las últimas semanas habían desaparecido varias personas, seguramente algún maniático suelto. Además el clima social en la ciudad estaba algo agitado, degenerando en varios crímenes en nombre de distintas ideologías. La mujer al ver la sincera preocupación de su marido se le acercó y le abrazó con fuerza durante un largo y cálido minuto. "Mantén la calma, mi querido Olivier. Ya sabes que tienes a la mujer más dura y cabezota a este lado del Sena.", dijo sonriendo, "Aún así una cosa te prometo: si veo algo extraño acudiré a la vivienda de los Legrand. Seguro que Bernard estará encantado de que me aloje con ellos y así entretener a Alice". El rostro de Olivier se relajó un poco y le devolvió la sonrisa a su esposa. Sabía que su mujer era capaz de hacerle frente a cualquier cosa pero el solo plantearse que algo la pudiera pasar le despedazaba el alma.

Finalmente Olivier partió y Giselle se quedó sola en su hogar. La mujer aprovechó estos días alejada de su marido para poner orden en el estudio de su marido. Olivier tenía muchas cualidades pero el orden no era una de ellas. Su sala de ensayos tenía disfraces, máscaras, decorados e incluso piezas de su colección de esgrima esparcidos por toda la habitación, en ocasiones en los lugares más insospechados. Y, en efecto, se encontró con un caos a la altura de las expectativas; basta con decir que incluso se encontró una daga vizcaína manchada por completo con el jugo que usaban en la troupe para simular la sangre. Al comienzo de su matrimonio le dejó muy claro a Olivier que si algún día se le olvidaba limpiar sus instrumentos de semejante mejunje ella no se haría cargo, ya que una vez seco era increíblemente trabajoso de limpiar. Cogió la arma de coleccionismo y se la dejó a su marido en la mesita de la entrada, quizás así se pegase un buen susto y aprendiese la lección de que debe tener limpios sus cachivaches. Esto no fue de las cosas más extrañas que vio en ese desastre de habitación: una mandíbula de madera dentro de un zapato, unos calzones usados colgados de un perchero, una montaña inmensa de medias apiladas, pelucas enredadas entre si... todo un espectáculo de horror. Tras dos días poniendo orden, se tomó un día de descanso. El resto de días se los pasó charlando con amigos, escribiendo una columna para su publicación y avanzando con su propia obra. La cafetería de los Legrand fue su segundo hogar durante esos días; allí se sentía confortable entre caras conocidas y tras recordar la cara de preocupación de Olivier prefirió mantenerse en uno de sus lugares de confianza.

Quedaban menos de cinco días para el retorno de Olivier y Giselle ya se encontraba bloqueada con la obra de teatro. No era capaz de avanzar con ella. Sin su marido representando al extravagante personaje no  conseguía elaborar unos diálogos que la dejasen satisfecha; había rasgado más páginas esa semana que en los últimos dos meses. Para colmo no encontraba la máscara que en un principio le había ayudado tanto a inspirarse, por más que busco por la casa no fue capaz de localizarla. Quizás la tuviese Olivier entre su equipaje, pero no recordaba haberla metido en él. Resignada, se tomó un descanso de escribir y se dedicó a leer novelas. No estaba acostumbrada a estar sin cosas que hacer así que incluso invirtió un rato leyendo el periódico, cosa de la que se arrepintió. Las noticias no eran nada alentadoras e hicieron mella en su humor; el clima político y social no era nada halagüeño, las distintas clases sociales se peleaban entre ellas, la sombra de la guerra se cernía sobre Europa y para colmo había una oleada de desapariciones a lo largo de Francia. Esto último hizo que le recorriera un escalofrío por el espinazo, ¿y si le había pasado algo a su querido esposo? Un segundo después soltó una sonora carcajada, ella había sido la que se había reído de Olivier en primer lugar por haberse preocupado y ahora ella hacía exactamente lo mismo.  Además, su marido era muy atlético y estaba versado en esgrima, seguro que estaba perfectamente.

Por fin llegó el día en el que Olivier volvería a casa. Aprovechando que no esperaba su retorno hasta el anochecer, Giselle comenzó a preparar una velada romántica. Bajo a la floristería y compró rosas para dar ambiente. De la que volvía a casa se pasó por la cafetería de los Legrand para encargarle a Bernard el plato favorito de Olivier. Tras pagarle y decirle que se pasaría a buscar la comida al atardecer, volvió al calor del hogar y decoró el salón con las flores. Pasó el resto de la tarde leyendo hasta que llegó el momento de ir a recoger el manjar que había encargado. El sol se estaba poniendo y el frío comenzaba a invadir las calles. Circulando por las calles cubiertas por la niebla llegó a la cafetería de sus amigos, los cuales le invitaron a pasar y entrar un poco en calor. Tras un rato de animada charla, recogió el pedido y puso rumbo a casa. Una vez ante la puerta de su ático se dispuso a abrirla, pero algo la hizo parar en seco. Del interior del hogar surgía ruido y una voz atronadora. Giselle se asustó, ¿habría entrado alguien a robar? Reunió valor y abrió la puerta. Delante de la chimenea encendida del salón se hallaba una figura vestida con ropajes de época, incluido un sombrero de tres picos. La figura se giró hacía ella. En su mano derecha portaba un florete y su rostro se hallaba cubierto por una máscara. La máscara veneciana que compró al mercader errante. "¡Oh, bella damisela!, disculpe mi falta de modales. No le había oído acercarse. Entre, entre. No dejé que el frío cubra ni un solo segundo más su piel de terciopelo. Me presento: mi nombre es Corvo du Amiel. Un placer conocerla.", dijo el enmascarado mientras se arrodillaba ante ella y tendía su mano izquierda. La cara de Giselle se iluminó, ese individuo no era otro que su amado Olivier. La mujer le ofreció la mano y se miraron intensamente a los ojos durante lo que pareció una eternidad.

Giselle se quitó las ropas de abrigo y dejó la comida en la cocina. Mientras tanto, Olivier seguía en el salón recitando un presuntuoso monólogo. Regresó al salón y trató de conversar con él, pero el actor no paraba de interpretar a Corvo. Giselle se estaba frustrando un poco; estaba muy contenta de que Olivier hubiese creado una personalidad para el personaje pero llevaba dos semanas separada de su marido y quería estar con él... no con un rufián llamado Corvo du Amiel. Entonces se la ocurrió un plan para hacerle salir del personaje. Se acercó a la mesita de la entrada y cogió la manchada daga vizcaína que había encontrado hace unos días. Le mostró el arma y le empezó a regañar. "¡Esa arma no está sucia, mujer! Está bautizada con la sangre de Dominique Rousseau, un malandrín que se dedicaba a esparcir sus esputos por la vía urbana y que fue debidamente ajusticiado por el filo que tienes entre tus manos. Si tienes a bien considerar que tan noble arma necesita un lavado, ¡hazlo tú misma, ya que esa es tu responsabilidad!". Giselle se puso lívida, no consentía a nadie que le hablase así, y por mucho que su marido estuviese actuando no aceptaría semejante respuesta. "Basta, Olivier. Te has pasado. Déjate de juegos y vayamos a cenar. Tengo hambre.", dijo la joven. En ese preciso instante alguien llamó a la puerta. Ante la pasividad de Olivier, la mujer fue a atender a quién quiera que fuese. Era Renard, el vecino de abajo, y parecía furioso.

El barrigudo hombre empezó a soltar improperios y a quejarse de las voces y el jaleo que estaban armando desde hace un buen rato. Su cara estaba colorada y los ojos destilaban rabia. Repentinamente un silbido de aire hizo callar a Renard. Se llevó las manos a la garganta, de la cual empezó a brotar sangre violentamente. Giselle dio un paso atrás aterrada y miró hacia su derecha. Ahí estaba la punta ensangrentada del florete de Olivier. El actor, ligeramente alejado del umbral de la puerta, mantenía el florete apuntando hacia el antes enfurecido vecino. Renard se postró de rodillas, incapaz de parar el sangrado e incapaz de articular palabra mientras se ahogaba con su propia sangre. Fugazmente, Olivier le dio una estocada que atravesó el ojo derecho del hombre e hizo asomar la punta del arma por la base del cráneo del desdichado vecino. Finalmente el cuerpo moribundo de Renard se desplomó sobre el suelo. Giselle había palidecido por completo. Todo aquello era surreal. A su lado Olivier estaba soltando bravuconadas a pleno pulmón. Sin saber como, agarró de la pechera a Olivier y le empujó contra la pared. "¡¿Qué has hecho?!", gritó Giselle. El enmascarado le dió un puñetazo en el estómago a la joven y con un ágil movimiento de muñeca la hizo un profundo corte en la mejilla derecha del que no tardó en manar sangre. "¡Iluso de mí! ¡Pensaba que tenía ante mí a una damisela cuando en realidad era una sucia serpiente!", dijo el enmascarado, "Pero no temas, culebrilla. Voy a liberarte de tu mísera existencia", terminó con un susurro. Estas palabras apenas fueron captadas por Giselle, su mente estaba concentrada en otros dos detalles que la sumieron en el terror. El primero de esos detalles era la daga; ella había pensado que las manchas eran de sangre falsa pero observando atentamente el filo estaba claro que no era así, claramente era sangre reseca y ennegrecida. El segundo detalle y quizás el más aterrador: entre la máscara y la cara de Olivier no había separación, la carne del hombre se había combinado con la cerámica y no se distinguía dónde acababa una y empezaba la otra.

Por un momento, el ser que anteriormente había sido Olivier había hecho una pausa esperando súplicas por parte de Giselle, pero su expectativas no se cumplieron. La mente de la mujer estaba trabajando a toda velocidad, pensando como salir de esta, como para pensar en suplicar. Ella había creado a Corvo, quizás ella no le había hecho así de malévolo pero lo fundamental estaba ahí. Giselle tenía en sus manos la ensangrentada daga vizcaína y creía saber cuál sería el siguiente movimiento de ese ser que tenía delante... tenía una oportunidad para salvarse, solo una. Se repetía una y otra vez que esa persona no era su amado Olivier, era un asesino desalmado. El enmascarado atacó. La estocada fue trazada justo como había previsto Giselle. La mujer hizo una finta hacia la derecha y con una zancada se plantó ante el hombre. La daga voló directa entre los ojos del enmascarado. El filo del arma no llegó a traspasar la cerámica de la máscara. Giselle, consciente de su fracaso, cayó de rodillas con la cabeza agachada. Llegaba su final.

El sonido de un cuerpo desplomándose retumbó en la habitación. Giselle levantó la mirada. El enmascarado había caído de espaldas y yacía inmóvil. La mujer, gateando, se acercó y contempló la cara del hombre. La máscara parecía haberse separado de la carne. La joven la retiró del rostro del hombre y una cara familiar, aunque quemada y humeante apareció. Era el rostro de Olivier, completamente abrasado y con los músculos a la vista. Los ojos del joven se abrieron y observaron por última vez el rostro de su amada esposa. Intentó hablarla, calmarla, consolarla... pero su cuerpo había cambiado y se estaba quemando por dentro. Giselle contemplaba entre lágrimas a su moribundo esposo, sin parar de decir su nombre: "Olivier, Olivier, por favor, Olivier... no me dejes". La mandíbula de Olivier se movía pero no era capaz de decir nada. Repentinamente, Giselle pudo captar dos palabras: "Lo... siento...". Finalmente los ojos del joven perdieron todo atisbo de vida y su mujer comenzó a llorar desconsoladamente sobre él.

Una risotada acompañada de aplausos interrumpió el llanto de Giselle. Provenía del interior del salón. La joven a duras penas fue capaz de levantarse y se giró hacía el origen de las horribles carcajadas. En el sofá, repantigado, estaba Aldo, el mercader veneciano. Su cara estaba desencajada de tanto reír y aplaudía con entusiasmo ante el drama al que estaba asistiendo. Pero algo era diferente en él; le envolvía un aura de poderío y antigüedad. Giselle estaba paralizada, abrumada por todo lo que estaba presenciando. "¿Quién eres? No... ¿qué eres?", consiguió decir la joven. "¡El señor Aldo! ¿No te acuerdas de mí, muchacha? Te vendí esa máscara que acabas de agrietar.", dijo con socarronería el extraño personaje. Al ver la cara de incredulidad de Giselle continuó hablando. "Bueno, si esa respuesta no te satisface... unos me llaman el Señor de las Máscaras, otros me conocen como el Maestro del Engaño, mis hermanos... bueno, un simple humano no es capaz de reconocer ese nombre. Pero me puedes llamar Aldo. Haces bien preguntando qué soy, aunque basta con que te diga que, en efecto, de humano no tengo nada.", explicó jocoso entre sonrisas. Entonces el cuerpo del falso mercader comenzó a tornarse en una masa de carne grisácea y repulsiva. Giselle cobrando consciencia de que en sus manos aún portaba la ensangrentada vizcaína se abalanzó sobre el horror que yacía sentado en su sofá. Dando tres grandes zancadas se plantó delante de la cara deformada de Aldo y le clavó con todas las fuerzas que le quedaban la daga en plena frente. El cuerpo del ser explotó impregnando todo de una viscosidad gris burbujeante. Giselle, en shock, contemplaba la mancha de vísceras donde hace un momento estaba el señor Aldo, cuando comenzó a resonar por toda la habitación una inacabable risa, similar a la de Aldo pero con un tono más...alienígena. La mujer, presa del horror, marchó corriendo de su cada. La última vez que se la vio por París iba por una calleja de mala muerte, con el vestido raído, portando una daga en una mano y una máscara agrietada en la otra.

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